Las 8 campanadas

El grito paraliza a Juana. No es la primera vez.
Todo empezó hace menos de dos años. Las canas y primeras arrugas, también.
Con el segundo grito tira el plato lleno de comida al suelo que cae salpicando su ropa. No dice nada, se muerde el labio, el corazón lo siente arriba, en los oídos.
Prefiere no juzgarla; tiene que hacer un esfuerzo. Le gustaría, en lugar de eso, meterse en el baño y llorar tres horas.
Mira el reloj, después, la puerta: falta una hora para las ocho.
La ayuda a bajarse de la silla y ve que le quiere levantar la mano. Juana le clava la mirada.
Por unos segundos, el silencio le devuelve la respiración. Falta poco, se repite.
A las ocho en punto, como emergiendo de una profundidad intangible, entra en su habitación con el “tranquilizante” y un trapo que anuda en una punta.
Después de bajar la persiana, la mira fijo a los ojos y con la fuerza que contuvo durante horas, la acuesta en la cama, le pone el chupete y acomodándole el trapito a un costado de la cara se despide con una tierno beso y una caricia de hasta mañana.

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