Ya están medidos y pesados los ingredientes. Marian probó esta receta una vez y quedó conforme. Por eso la quiere repetir.
Ajusta el delantal y, antes de romper el primer huevo, desvía la mirada del papel. Inmóvil, le brillan los ojos.
Piensa en cambiar algún ingrediente, mezclar distinto y hacer su propia receta. Una que nunca nadie haya hecho antes. Sonríe. Eso la lleva a participar en algún concurso de recetas originales y sencillas. La emoción hace que unas burbujas se muevan en la panza y le hagan cosquillas. Y porque el destino tiene algo de disparatado y también sabe darle oportunidad a los soñadores sedentarios, que tan duro trabajan en otras cosas, queda finalista. La luz de su cara se enciende.
Ya en el recinto, las tres finalistas van acompañadas de sus parejas. Se miran con sonrisas poco elásticas. Marian está radiante, fue a la peluquería y se compró el vestido verde que tanto le gusta. Le aprieta fuerte la mano a su marido. Él le asegura que es la mejor, que está llena de talento. Ella suspira nerviosismo y duda. Sabe que tiene talento, pero sabe también que nadie lo sabe. Si hasta le puso un nombre muy original a la receta: Mordre du ciel, y eso que no sabe casi nada de francés. Las recetas de las otras finalistas no tienen nada que ver, le garantiza el marido.
La persona que abre el sobre le resulta conocida, de la tele, quizás. Menciona al ganador sin titubeos: Furichichu Xaxilón. ¿Qué cosa, quién? Da igual, no es ella. Y pierde por completo el interés mientras una mano invisible le estruja el pecho como papel destinado a reciclables.
Marian baja los ojos que ahora vuelven a la receta sobre el atril. Rompe el primer huevo. Decide que, tal vez, cambie algún ingrediente la próxima, cuando haya un poco más de suerte.