Me bajo del metro. Camino por Génova hacia la Castellana. “Un café descafeinado de máquina con leche, bien canlentito, por favor, que si no llega frío”, como todos los días. Le pediría además con leche desnatada, pero sólo me animo en Starbucks que están preparados para escuchar todo tipo de barbaridades.
Llego, miro la hora, tal vez sea la primera, pienso. Ojala, así puedo chequear mi correo. Pido las llaves, “ya ha subido el gordito”, me dice el segurata. Subiría por las escaleras pero al ático no hay forma de llegar si no es en ascensor. “Las puertas de emergencia se hacen para que estén cerradas del lado de afuera”, me responde cuando me quejo, al menos, una vez por semana. Aparece Juani. “Otra vez en casa”, dice. “¿A qué hora te fuiste ayer?”. “A las once”. “¿Alguna novedad?” pregunto de rutina. “¡Qué va, qué va! Si no se ni en qué día estoy parado”. Recuerdo el periódico. “Hoy es miércoles 29”, le digo satisfecha. “Siempre es bueno estar informado”, me dice con la mirada en el ordenador.
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