La Tía Negra

Me envió un correo. En la última oración mi hermana me comunicaba que la tía había fallecido.
Entró en su casa con la única llave que nunca se había perdido en 86 años. La casa tal cual. Todo en su lugar pero con una película de polvo. La chica que iba a limpiar una vez por semana hacía dos que no iba. Le dijo: “la tía está internada, es mejor que vayas a limpiar un día antes que regrese”. “Mire que necesito el dinero, señora”. “Sí, me imagino. Usted no sabe cómo nosotros necesitamos a la tía”.
La tía, para unos, era la abuela, para otros, una madre, pero todos la considerábamos una institución familiar, un nexo de unión (por ejemplo, en Navidad éramos siempre el doble porque todos queríamos festejarlo con ella) y alguien especial con quien hablar de la vida sin remordimientos. La conocida etiqueta de solterona amargada no se había inventado para ella.
Cada pequeña cosa que había atesorado quedaba huérfana en la casa. Algunas se las llevó mi hermana en adopción, pero otras fueron irremediablemente abandonadas en una caja de cartón destinada a ser basura. La persona que podía darles valor ya no existía. “¿Qué quieres hacer con tus libros?”, me preguntó por teléfono mi hermana esa única vez que estuvo allí. “¿Seguro que no los ha leído?”. “Están en la misma mesa en donde los dejaste.” Y eso fue hace medio año, cuando me tomé el avión para hacer la visita anual.
Según mi hermana y el resto de la familia que pasó por allí, poco había de valor, sin embargo, recuerdo cuando la tía nos contaba historias llenas de magia al preguntarle por cualquiera de los objetos que ella atesoraba con tanta devoción. Inmediatamente después, nos peleábamos para que nos prestara eso tan bonito dueño de la historia. Ahora todo lo recubre el polvo ocultando la magia que sabía darle únicamente ella. Polvo, tal vez, de su cuerpo como signo de protección ante la indiferencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario