Aceptansia

Persianas bajas. Desde hace una hora, los tubos del radiador circulan vapor de agua.
Duermen. Pero cuando el segundero llega a la meta, deja a la noche separada del resto de las horas. Liz se levanta.
Empuja suave la puerta del baño. Enciende la luz. El camisón blanco cae al suelo como acordeón matutino, mientras deja correr el agua.
De pie, apoya las manos sobre el lavabo. Agacha la cabeza; una rodilla levemente flexionada hacia delante. Un minuto. Sus pechos son pieles vacías, rastras.
Inhalando hondo busca la mirada. El espejo sobre el lavabo, cubre la mitad de la pared frente a la puerta, desde hace doce años.
Liz se acerca. Presiona deslizando los dedos desde la nariz hasta la sien. Tantea. Un centímetro más y gira la cabeza hacia un lado y después hacia el otro. Aprieta los dientes; frunce el ceño.
Sus manos cuando se estiran parecen tierra seca de desierto. Por eso ha empezado a beber el doble de agua; lo recomendado.
“Qué se le va a hacer”, dice exhalando, para después meterse bajo la ducha. Lo bueno es que sabe que no está sola en esto.
Ya en la habitación, con la toalla al cuerpo, observa a Francisco durmiendo. Se sienta sobre el borde de la cama, lo sacude: “¿Fran, te gusto todavía?”. Francisco abre los ojos; bosteza: “¿Qué cosa?”. “¿A primera vista dime qué es lo que ves en mí?”. “Por favor Liz…”. “Una más, sólo una vez más”. “Una mujer extraordinaria”. “¿Qué más?”. “La directora más carismática y… elegante”. “¿Qué más, qué más?”. “La abuela más maravillosa del planeta”.

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